En los últimos meses se estrenaron dos películas importantes de una nueva generación de cineastas ecuatorianos. Dos películas que privilegian los conceptos y las sensaciones, respectivamente, por sobre la trama.
“Al oriente” de José María Avilés, estrenada en el Festival de Venecia, es una película de estructura poco convencional que sigue al joven Atahualpa -uno de los contados protagonistas proletarios del cine ecuatoriano- en sus desangelados periplos por dos momentos distintos: si en la primera mitad de la película trabaja en la construcción de una carretera hacia el oriente en plena pandemia, en la segunda, es un porteador de una expedición de ambiciosos terratenientes en busca de un tesoro perdido en 1922 (año de resonancias políticas para el país).
La escena en la que se produce esta elipsis de cien años hacia atrás es una de las más misteriosas de nuestro cine. La película, elegantemente filmada con actores naturales, más que ofrecer una progresión dramática, explora el lugar de la clase subordinada en la estática historia nacional.
Mas narrativa en su propuesta, “La piel Pulpo” de Ana Cristian Barragán, estrenada en el Festival de San Sebastián, indaga en el tema universal de la familia confinada, también desarrollado en películas como la mexicana “El castillo de la pureza” (1973) de Arturo Ripstein o la griega “Canino” (2009) de Yorgos Lanthimos.
A diferencia de estas películas, no es el pater familias sino una madre llena de pathos quien clausura el contacto con el mundo exterior y vive recluida con sus tres adolescentes (dos mujeres y un hombre, mellizo de una de ellas) no en una casa de la ciudad, sino en una pequeña isla desierta de la costa.
A similitud de estas películas, el despertar sexual de los jóvenes es el disparador de una película en la que los sentidos -especialmente el tacto y las texturas del mundo marítimo- cobran cada vez mayor relevancia y el incesto y la locura están a la vuelta de la esquina.
Así, cuando la soledad de la isla se vuelve insostenible (la escena de los chicos masturbándose con los muebles es muy elocuente al respecto) los mellizos escapan a la ciudad costera cuyos edificios vislumbran desde la isla con la ayuda de un pescador artesanal.
El descubrimiento de la ciudad -y todas las dobleces que ésta genera- es el tema central del filme. Quizá por eso la directora funde partes de las ciudades de Guayaquil y Quito en una sola, nueva ciudad mutante. Aunque esta operación no tiene peso dramático en la película y probablemente pase desapercibida para un ojo extranjero, no deja de ser una imagen tremendamente sugerente para el cine ecuatoriano.
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